La vida es la obra. La ermitaña.
Siempre me emociona recordar cómo se ha hecho todo esto. Aquellas primeras labores han alumbrado una verdadera vocación a la que Mariajosé se somete como a una ley de hierro. Las sesiones de pintura acaban noche tras noche casi con las primeras luces y son un ejercicio -de precisión más que de paciencia- cuya tensión sostenida me resulta difícil de imaginar. Por medio de esa inmersión ritual, su visión se ha transformado: si esta era al principio distante e irónica, ahora me parece fundamentalmente entusiasta, pues ha encontrado en esas mañas de artífice tan constantemente repetidas un dominio propio, un auto-encantamiento. Más allá de apartamientos y amarguras pasadas, la pintora se esfuerza infatigablemente en extraer de cada cosa aquella rara propiedad que debe ser anotada al vuelo por la escritura del pincel -siempre más afilada, más sintética, más concisa- para construir una compleja e inabarcable alegoría de sí misma que encubre algo cada vez más parecido a la desposesión, al exilio…
La cámara de las maravillas está a punto de cerrarse con ella dentro.
Texto: Esther Regueira