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Ruina

Miguel Nuñez
Del 18 de marzo al 8 de mayo de 2023.

Decir la ruina:
notas sobre infancia, religión e identidad

Me pregunto por qué Miguel Núñez Torres ha querido que transmita algunas impresiones acerca de su exposición Ruina. No soy artista, comisario, crítico ni coleccionista de arte. Poco puedo aportar a su carrera. Ustedes –el público– no me conocen, ni yo a ustedes. Quizá Miguel haya recurrido a mí porque intuya que el crítico de arte –y sus congéneres– es, en esencia, un proxeneta. Entregado a una combinación paradójica y ciertamente curiosa de exhibicionismo y cursilería, es el suyo un oficio onanista de falso altruísmo: a duras penas puede esconder el amor propio bajo el amor a la obra de arte. Ese fingimiento constituye para el crítico de arte un ademán automático, casi inevitable y en todo caso patológico, digno de consideración. Su discurso acostumbra a ser una metafísica de baratija, cargada de palabras huecas y pretenciosas que tiemblan bajo el aliento de un comisionista gris. Para mí, todo esto resulta tan evidente que me cuesta distinguir al más avezado de los críticos de arte –“belleza”, “sensibilidad”, “estremecimiento”, “inefabilidad”, “sentimiento”, “vivacidad”, “tradición”, “bofetada”, “vanguardia”…– y el más común de los picapleitos –“buena fe”, “recargo”, “indemnización”, “tasación”, “interés”, “culpa”, “representación”, “querella”, “alegato”…–.

Dudo que Miguel Núñez piense igual que yo. Además, sabe que, de algún modo, yo mismo pertenezco al gremio de los picapleitos. Es imposible que sea tan estúpido. Que Miguel Núñez me haya pedido unas palabras solo puede tener un sentido. Una ligera comparación entre su última obra y mi biografía debió sugerirle la conveniencia de invitarme. Y es que hay algo elemental: Miguel y yo nos conocemos desde niños. Es la infancia un periodo de ausencia de lenguaje. No por casualidad, infans significa incapacidad de hablar. Hemos compartido, pues, una época decisiva, en la que andábamos sin lenguaje pero, a la vez, con la potencia del lenguaje. Habitamos juntos ese intervalo precioso que se caracteriza por el poder de decir –o, más exactamente, por la posibilidad o el horizonte de decir–, aunque con una diferencia sustancial entre él y yo. Mientras que a ambos nos unía el hecho de no saber cómo decir, de no haber dado aún con el lenguaje adecuado y de trastear torpemente con los lenguajes heredados y desenterrados, para entonces Miguel ya sabía lo que quería decir. No tardó en atisbar que su lenguaje sería el plástico: primero el dibujo, luego la pintura, algo después la escultura. Por el contrario, yo necesité mucho tiempo para entender que, a lo sumo, podría aspirar a contar lo que otros dijeran, sin importar –al menos, no demasiado– cuál fuera el código en que las cosas estuvieran dichas. Por eso los años han confirmado la subjetividad artística de Miguel y yo, con varias vocaciones abortadas, soy profesor de derecho en una universidad.

Así visto, parece razonable que se me haya convocado ante estas ruinas. Todo aquello –la infancia– sucedía cuando el mundo se desmoronaba. Doñana se secaba para que algunos canallas llenaran los bolsillos. Medio planeta flotaba a la deriva mientras la otra mitad celebraba el “fin de la historia”. Descubrimos el lenguaje, hablamos y callamos a medida que el silencio extendía su sudario sobre cuerpos y pueblos conocidos. En síntesis, hemos vagado Miguel y yo –pero también ustedes– del no-habla a la no-historia. Y, pese a todo, un mismo espíritu nos ligaba y religaba alrededor de una misma hoguera. Camarón de la Isla, el Beni de Cádiz, la Paquera de Jerez o Estrella Morente seguían brillando y sus voces, como estrellas lejanas, ofrecían testimonio de un país magnífico, extinguido y fulgurante. Miguel y yo crecimos en una ciudad cuya inexistencia nos habían asegurado: Carteia, poblada por fenicios, cartagineses, romanos, visigodos, andalusíes…Siempre la misma gente con distinto nombre. Así emergió la identidad o, mejor dicho, la conciencia de identidad, como los restos de un naufragio resignado a marcar el compás de un torbellino de lenguaje e historia. No en vano, el sabio José Luis Serrano Moreno, mi buen amigo ya muerto, sostenía que su religión era Andalucía.

En raras ocasiones, la identidad nos fuerza a salir de la identidad, del mismo modo que la reflexión desenfrenada nos puede alejar de la razón o el mar pierde su centro al arrullo de la luna. Si hay identidades sólidas que puedan hacerlo con cierta facilidad, la andaluza es una de ellas. Ya lo vaticinó Antonio Machado: es posible que, a fuer de andaluz, se deje de ser andaluz. Y, en eterno retorno, se vuelve con ello a ser andaluz. Por eso es bueno abandonar la idea de una identidad pétrea y cerrada en sí misma. Tarea difícil, habida cuenta de las ruinas que nos asolan con su devastación, no se sabe si predispuestas a conversar o encrespadas en su monólogo triste. Pero Andalucía –ya lo saben– es la negación que todo lo afirma.

Para acometer esa empresa es preciso entender que las ruinas no yacen: descansan. Las ruinas no juzgan: juegan. Las ruinas no hablan del pasado, sino que son resortes de apertura y superación. La identidad tiene una enorme necesidad de ruinas, así que las crea cuando escasean y las devora cuando sobran. Las ruinas pesan y pasan. Dejan de ser naturaleza muerta en el momento en que comprendemos que todos esos fragmentos inertes ejercen una misma atracción molecular sobre nosotros, armando el eje de nuestro tiempo. Antes que el réquiem por aquello dejamos atrás, son las ruinas la reminiscencia del presente que continuamente se nos cuela entre los dedos. No son los vestigios milenarios dueños de nuestros gestos, así como la arqueología no es la diosa del presente. Sin embargo, la vida es posible gracias a la animación puntual y azarosa de las manecillas de ese reloj que da la hora de una inmortalidad arbitraria y finita que llamamos Andalucía. Las ruinas no están ahí, sino aquí. Mirar la colección de Miguel Núñez nos ayuda a estar en la identidad sin la identidad. Las ruinas pesan y pasan, mas también quedan y liberan en tanto movimiento.

Las ruinas no son, sino somos, porque las ruinas son el resultado histórico y por tanto divino del arte que nace y huye de la identidad. Nuestro acento, nuestra memoria y aun nuestro aroma vienen de las ruinas a pesar de nosotros, igual que hablan de nosotros a pesar de las ruinas. Las ruinas vienen de nuestros sueños y de nuestra identidad actualísima a pesar de las crónicas ancianas más fidedignas a los hechos. Por más que escarbáramos en la memoria durante una eternidad, no hallaríamos más certeza que la gloriosa fragilidad de nuestro ser, pues las ruinas están esparcidas y confundidas en el recuerdo personal y el lienzo de la historia. Esa búsqueda a tientas e insaciable está condenada a un fracaso que pocos se atreverían a confesar.

Llamamos a estas ruinas Roma, Al Andalus, Sur, Andalucía, pueblo, comunidad, nosotros, matria, humanidad. Tal vez las palabras se nos muestren esquivas en exceso. Sería inquietante que no ocurriese así. Lo que importa es que siempre estamos hallándolas, reinventándolas y abandonándolas a pesar de nuestra imaginación vaga y febril que fantasea con escapar del lenguaje, con regresar a los dominios todopoderosos y sin poder de la niñez. La infancia, la identidad y la religión nos vinculan a todos como una bolsa de agua subterránea. Arriba, nos corona una misma deidad solar que trasciende los nombres y autoriza a tratar las cosas mundanas con tanta solemnidad como desenfado.

Ignoro si Miguel Núñez Torres quería decir esto, en todo o en parte. Si no fuera así, que hable más alto y claro. Mi cometido no es decir sino contar.

Rubén Pérez Trujillano

Obra en exposición

Los loro

Los loro

Óleo sobre lienzo 228 X 195 cm - 7000€ + IVA

Papa Migué

Papa Migué

Óleo sobre lienzo 195 X 114 cm - 3800€ + IVA

Un viaje

Un viaje

Óleo sobre lienzo 140 X 150 cm - 3800€ + IVA

Inquilino del mundo

Inquilino del mundo

Barro cocido, engobe y encáustica 23.5 X 15 X 14 cm - 850€ + IVA

Tesquiero

Tesquiero

Óleo sobre lienzo 190 X 114 cm - Vendido

La llanita

La llanita

Barro cocido, engobe, esmalte y madera 53 X 28 X 24 cm - 1800€ + IVA

Tampoco es eso

Tampoco es eso

Barro cocido y engobe 14 X 11.5 X 25 cm - 650€ + IVA

Ruina

Ruina

Barro cocido, engobe, encaústica 25 X 21 X 32 cm - 2100€ + IVA

Vaya circo

Vaya circo

Barro cocido, engobe, esmalte y madera 33 X 68 X 31 cm - 1800€ + IVA

Serie pío

Serie pío

Tríptico. Óleo sobre lienzo 35 X 73 cm - 1400€ + IVA

La Roma del Beni

La Roma del Beni

Óleo sobre lienzo 195 X 146 cm - 5100€ + IVA

Ronqueo

Ronqueo

Óleo sobre lienzo 54 X 73 cm - 1200€ + IVA

Gato V

Gato V

Óleo sobre papel 18 X 27 cm - 400€ + IVA

Gato IV

Gato IV

Óleo sobre papel 27 X 18 cm - 400€ + IVA

Gato III

Gato III

Óleo sobre papel 18 X 27 cm - 400€ + IVA

Gato II

Gato II

Óleo sobre papel 27 X 18 cm - 400€ + IVA